Alferez
Guillermo Dellepiane
La
hermandad del honor
La espectacular aventura de Guillermo Dellepiane, un piloto que atacó el
campamento inglés en Malvinas, tiró bombas sobre Jeremy Moore y al
escapar vivió una odisea de película. Un hombre al que los británicos
reconocen y los argentinos ignoran
Jorge
Fernández Díaz
LA NACION
Tenía veinticuatro años, volaba a ras del mar y estaba a punto de
bombardear un destructor y una fragata misilística.
Le decían Piano porque se llamaba Guillermo Dellepiane, y era alférez en
una fuerza que no tenía héroes ni próceres porque jamás había entrado en
combate. Se trataba de la primera misión de su vida y acababa de
despegar de Río Gallegos. Su padre se había muerto sin poder cumplir el
sueño de realizar en el terreno de la realidad lo que a lo largo de toda
su carrera había simulado hacer: la guerra del aire.
Tan inquietante como entrar en batalla debe de resultar el hecho de
consagrar una vida a un acontecimiento que no ocurrirá. Guerreros de la
teoría y el entrenamiento, muchos cazadores se reciben, se desarrollan y
se retiran sin haber cazado jamás una presa verdadera. El padre de Piano
, cerca de la jubilación, había muerto hacía dos años en un accidente
absurdo, cuando se derrumbó un ala del edificio Cóndor. Volando hacia el
blanco en un A-4B Skyhawk, el hijo venía a cumplir ahora la escena
deseada y urdida por el fantasma de su padre.
Era el 12 de mayo de 1982 y una escuadrilla de ocho aviones argentinos
avanzaba en silencio de radio hacia dos barcos británicos. Los cuatro
primeros iban adelante y dispararían primero. Los cuatro halcones de
atrás, a una distancia prudencial, tendrían una segunda oportunidad o
entrarían a rematarlos.
Para Piano , era una misión iniciática, la última lección de un
profesional de la guerra: la guerra misma. Hasta entonces todo habían
sido aprendizajes y pruebas. Alférez es el primer escalafón de los
oficiales, y Dellepiane ni siquiera había experimentado el
reabastecimiento en vuelo, una compleja operación que en este caso
consistía en acercarse volando a un Hércules, encajar la lanza de la
trompa del A-4B en la canasta de combustible y cargar tanques para
seguir viaje. Muchos fallaban en ese intento: se ponían nerviosos y no
podían meter la lanza. "Mirá si yo no puedo, es una vergüenza", se
decía. Estaba más preocupado por ese bochorno que por la muerte. Pero
cuando tuvo al Hércules frente a frente no falló, y rápidamente se unió
a su jefe, un primer teniente, que ordenó bajar a menos de quince metros
de las olas y avanzar a toda máquina. Volaban tan bajo que dejaban
estelas en el mar.
Evadiendo misiles
Con el alma en vilo escucharon que, cinco minutos antes de llegar al
blanco, los primeros cuatro aviones atacaban. En el horizonte no se veía
nada pero Piano se dio cuenta en seguida de que a sus compañeros no les
había ido muy bien. En dos minutos supieron que tres aviones habían sido
alcanzados por la artillería antiaérea y que habían sido derribados en
medio de hongos de fuego y estampidos de agua. El cuarto avión regresaba
por las suyas. El sol volvía espléndido un día negro. Negrísimo. Piano
vio de repente los buques enemigos. Eran efectivamente dos y les estaban
disparando. En ese momento no pensaba en la patria ni en Dios, sólo veía
con una cierta incredulidad esa película fantástica y en technicolor. La
veía como si él no fuera parte de ella. Era un espectáculo corto y
alucinante pero sin ruidos, porque en la cabina no se oía nada. Fueron
fracciones de segundos: Piano contuvo el aliento verificando la
velocidad y la altura, y en el momento exacto en el que pasaba por
encima de uno de los dos barcos, mientras recibía y eludía disparos de
todo tipo, apretó el botón y soltó una bomba de mil libras.
Las bombas impactaron en el destructor y le abrieron agujeros horribles
y definitivos. Quedó fuera de servicio, pero eso Piano lo supo mucho
después porque en ese instante lo único que pudo hacer fue salir rápido
de la ratonera evadiendo misiles y huyendo a toda velocidad. Cuando una
escuadrilla dispara, los aviones se dispersan y cada uno regresa como
puede. El joven alférez se sintió solo unos minutos pero de pronto
divisó la nave de su jefe y la alcanzó. No podían hablarse, porque las
navegaciones aéreas eran en silencio, pero volaban juntos, como
hermanos, a una distancia de doscientos metros uno del otro, con el
infierno atrás y el continente adelante. Habían cumplido y volvían con
la gloria; era una extraña y grata sensación.
Hasta que de repente un proyectil rasante surgido de la niebla pegó en
un alerón del avión del primer teniente. Fue un golpe mortal a velocidad
infinita que le hizo dar una vuelta de campana, pegarse contra la
superficie del océano y explotar en mil pedazos. Todo en un pestañeo de
ojos. Piano lo vio sin poder creerlo pero sin dejar de apretar el
acelerador. Descendió todavía más y prácticamente aró el mar con un
gusto metálico en la boca. Dependía emocionalmente de su jefe. Había
bajado por un momento la guardia, pensando "me va a llevar a casa", pero
ahora estaba solo y desesperado. Ahora dependía únicamente de su propia
pericia, o de su suerte.
Voló un rato de esa manera, huyendo del diablo, y luego, cuando estuvo
seguro de que no lo seguían, avisó al Hércules C-130, que los cazadores
le llaman "La Chancha", e inició el ascenso. "La Chancha" puso la
canasta y sin perder el pulso el joven alférez empujó la lanza y recargó
combustible. Después voló el último tramo casi a ciegas: el mar había
formado una gruesa capa de salitre en el parabrisas del avión.
El salitre de la desolación le nublaba a Piano los ojos. Lo más duro era
entrar en la habitación de un compañero muerto, juntar su ropa, hacer su
valija y dejarla en el vestíbulo del hotel donde pernoctaba su
escuadrón. Ese ritual lo esperaba en Río Gallegos al final de aquel día
en el que finalmente había tenido su bautismo de fuego en el Atlántico
Sur. Los dioses, como decía la vieja sentencia griega, castigan a los
hombres cumpliéndoles los sueños.
En los años sucesivos sólo recordaría esa primera misión. Y la última.
En el medio únicamente quedaban vuelos de reconocimiento, incursiones en
la zona del Fitz Roy, nervios terribles y más caídos y duelos. También
el ánimo de los mecánicos, que siempre despedían a los pilotos de
combate con banderas y aclamaciones, y el regreso de la base al hotel
que, con éxito o sin éxito, con muertos o sin ellos, hacían en un jeep o
en una camioneta Ford F100 cantando canciones contra los ingleses.
No tenían, por supuesto, la menor idea de cómo iba la guerra. Y cuando
los trasladaron a San Julián sufrieron cierta tristeza: ocuparon una
hostería y anduvieron por esa pequeña ciudad en estado de alerta total.
No eran muy supersticiosos, pero tenían cábalas y de hecho no se sacaban
fotos entre ellos porque creían instintivamente que eternizarse en esas
imágenes significaba un pasaje directo hacia la desgracia.
Nada pensaron, sin embargo, de aquella misión en día 13: estaba nublado
y frío, y a Piano y a sus compañeros les ordenaron partir hacia las
islas. Decían que los ingleses habían desembarcado y que se luchaba
cuerpo a cuerpo en tierra. Los A-4B llevaban bombas, cohetes y cañones.
Piano estaba, como siempre, ansioso. Aunque esa ansiedad solía
terminarse cuando lo ataban en la cabina y había que salir al ruedo. Los
nervios entonces desaparecían, como el torero que siente un nudo en el
estómago hasta que baja a la arena y enfrenta con su capote al toro.
Pero el despegue no fue tan fácil. Se rompieron unos caños de líquido
hidráulico y hubo que buscar a mil quinientos metros un avión gemelo. Al
alférez lo desesperaba que su escuadrilla partiera sin él, de manera que
se subió al otro A-4B y empezó el rodaje sin cargar el sistema Omega,
que permitía coordinar y volar con precisión. Piano no quería quedarse
en San Julián, y como los suyos ya se habían marchado llamó al jefe de
la segunda escuadrilla y le pidió permiso para plegarse a su grupo. Le
dieron el visto bueno y despegó sin tener bien configurado el avión.
Ascendió y buscó entre las nubes el rumbo, y encontró en un momento al
Hércules, que llevaba doce hombres y tenía la orden de no entrar en la
zona de la batalla ni quedar al alcance de los misiles enemigos por
ningún motivo.
Cargó combustible y siguió a su guía por el norte de las islas Malvinas,
luego tomó dirección Este a vuelo rasante y hacia el Sur bajo
chaparrones. Y se sorprendió al escuchar que el operador de radar de las
islas preguntó si había aviones en vuelo. El jefe de la formación le
respondió con un pedido, que les proporcionaran las posiciones de las
patrullas de Sea Harriers.
Cuando llegó el informe verbal los pilotos argentinos sintieron un
escalofrío. Había cuatro patrullas en el aire y una quinta al norte del
estrecho de San Carlos. El cielo estaba infestado de aviones ingleses.
Era una trampa mortal, y la lógica indicaba regresar de inmediato al
continente.
Pero ya estaban a cinco minutos del objetivo y el día se había
despejado, y entonces el guía tomó la resolución de seguir. Después
descubrirían que estaban atacando un enorme vivac armado por los
ingleses en Monte Dos Hermanas. Más de dos manzanas con carpas,
containers y helicópteros, un campamento desde donde dirigía la guerra
el general Jeremy Moore.
Todo ocurría en el término de minutos. Los A-4B iban a ochocientos
kilómetros por hora y a veinte metros de distancia entre unos y otros.
Los pilotos temían que una fragata misilística les cortara el paso antes
de llegar al blanco. No llevaban armamento para atacar un buque; las
bombas tenían espoletas para objetivos terrestres. Por la gran
movilización de helicópteros de esa zona los generales de Puerto
Argentino habían conjeturado que allí podía estar el mismísimo centro de
operaciones de los británicos. Y no se equivocaban.
Las cartas de vuelo decían que el ataque debía hacerse a las 12.15. Y
faltaban dos minutos. Los cazadores pasaron por encima de la bahía San
Luis y el operador del radar de Malvinas les advirtió que los Harriers
los habían detectado y que ya convergían sobre ellos. Cuando faltaban un
minuto y veinte segundos la escuadrilla casi despeinó a un soldado
inglés que subía una loma. Ahora los aviones, en la corrida final,
volaban pegados al suelo. Más allá de la elevación apareció el
campamento. Y Jeremy Moore evacuó su carpa un minuto antes de que le
cayeran los obuses.
Dellepiane lanzó sus tres bombas de 250 kilos, provocó destrozos, y
percibió que les tiraban con todo lo que tenían. Desde misiles y
artillería antiaérea hasta con armas de mano. Era un festival de fuegos
artificiales. Y casi todos los pilotos se desprendieron de los tanques
de reserva y de los portamisiles e hicieron una curva para regresar por
el Norte, cada uno librado a su inteligencia.
Piano voló haciendo maniobras de elusión y acrobacias, y sintió impactos
en el fuselaje. Era otra vez un espectáculo increíble y aterrador. A la
altura de Monte Kent se topó con un helicóptero Sea King en pleno vuelo
y le disparó. Salieron dos proyectiles y se le trabó el cañón, pero una
bala pegó en las palas y obligó al piloto inglés a un aterrizaje de
emergencia.
Enseguida, por la izquierda, vio que pasaban dos bolas de fuego que iban
directamente hacia el avión de su teniente, así que le gritó por la
radio "Cierre por derecha" y siguió virando hasta ver que los misiles
pasaban de largo y se perdían. Más adelante se topó con otro Sea King y
volvió a intentar dispararle, pero también fue en vano: el cañón no se
destrababa. Así que en el último instante levantó el Skyhawk y pasó a
centímetros de las aspas del helicóptero para evitar que el piloto de
casco verde lo liquidara con su gatillo.
Fue más o menos en ese instante cuando se dio cuenta de que estaba
sucediendo algo inesperado: se estaba quedando sin combustible. Un
proyectil le había perforado el tanque, y tenía sólo 2000 libras.
Precisaba más del doble para alcanzar la posición de "La Chancha". Pero
no pensaba en ese momento crucial en llegar a ningún lado sino en
escapar del acoso de los Harriers. Se desprendió entonces de los
portamisiles y siguió volando un trecho pidiéndole al radar de Malvinas
que le dijera, sin tecnicismos y con precisión, dónde estaban sus
verdugos. Los Harriers volaban a una distancia considerable, así que ya
sobre el norte del estrecho San Carlos dudó sobre si debía eyectarse en
la isla o tratar de llegar al Hércules. Sus maestros, en las lecciones
teóricas, le habían recomendado siempre que en una situación semejante
intentara regresar. Eyectarse significaba perder el avión y caer
prisionero. Cruzar significaba enfrentar el riesgo de no lograrlo y
terminar en el mar. Si caía no podría sobrevivir más de quince minutos
en las aguas heladas, y no había posibilidades operativas de que ninguna
nave pudiera rescatarlo a tiempo.
Sus compañeros, por radio, trataban de darle consejos y sacarlo del
dilema. Pero su jefe tronó: "Déjenlo a Piano que decida". Y entonces
Piano decidió. Salió a alta mar, se puso en la frecuencia del Hércules y
comenzó a conversar con el piloto que lo comandaba. Dos hombres hicieron
ese día caso omiso a las órdenes de los altos mandos: el piloto de "La
Chancha" salió de su posición de protección, entró en la zona de peligro
y avanzó a toda máquina al encuentro del A-4B de Piano , y un oficial de
San Julián tuvo un arrebato, se subió a un helicóptero y se metió
doscientas millas en el mar a buscarlo, un vuelo completamente irregular
y arriesgado que no ayudaba pero que mostró el coraje suicida del piloto
y la desesperación con que se seguía en tierra la suerte de aquel
cazador herido de combustible que intentaba volver a casa.
El alférez escuchó "Vamos a buscarte" y trató de mantener el optimismo,
pero el liquidómetro le indicaba a cada rato que no conseguiría salir
vivo de aquel último viaje. "¿A qué distancia están?" -preguntaba cada
tres minutos-. "¿A qué distancia están?" La radio se llenaba de voces:
"Dale, pendejo, con fe, con fe que llegás". El alférez sacaba cuentas
sobre la cantidad de combustible, que se extinguía dramáticamente, y
pronosticaba que se vendría abajo. Y sus oyentes redoblaban los gritos
de aliento: "¡Tranquilo, pibe, con eso te alcanza y sobra!" Sabía que le
estaban mintiendo. Cuando llegó a 200 libras se dio por perdido. De un
momento a otro el motor se plantaría y se iría directamente al mar.
Comida para peces. Cuando llegó a 150 libras recordó que eso equivalía,
más o menos, a dos minutos de vuelo. "¡No me abandonen!" -los puteó,
porque había silencio en la línea-. De repente el piloto del Hércules
C-130 creyó verlo, pero era un compañero. Piano pasó de la euforia a la
depresión en quince segundos.
No rezaba en esas instancias, sólo le venían relámpagos del recuerdo de
su padre. El fantasma estaba dentro de aquella cabina, metido en sus
auriculares. "Dame una mano, viejo", le pedía guturalmente, con las
cuerdas vocales y con los ventrículos del corazón.
El liquidómetro marcó entonces cero, y de pronto Piano escuchó que lo
habían divisado y vio por fin a "La Chancha". La vio cruzando el cielo,
hacia la derecha y bien abajo. Le pidió al piloto que se pusiera en
posición y se largó en picada sin forzar los motores, planeando hacia la
canasta salvadora. Cuando la tuvo enfrente le dio máxima potencia con
una lágrima de combustible en el tanque y al ponerse a tiro pulsó el
freno de vuelo y metió la lanza. Todos atronaban de alegría en la radio
y se abrazaban en tierra. Piano también gritaba, pero quería abastecerse
rápido, retomar el control y regresar a San Julián por su propia cuenta.
Pronto descubrieron que eso no era posible. Todo el combustible que
entraba, pasaba al tanque y caía por el orificio. "Quedate enganchado",
le dijo el piloto del Hércules. No tenían alternativa. Volaron así
acoplados el resto del camino, perdiendo combustible y con el riesgo de
una explosión o de no llegar a tiempo.
Fue otra carrera dramática hasta que vieron el golfo y luego la base.
Entonces el A-4B se desprendió y chorreando líquido letal buscó la
pista. Piano intentó bajar el tren de aterrizaje pero la rueda de nariz
se resistía. Estaba todo el personal de la base de San Julián esperando,
y él dando vueltas, dejando estelas de combustible de avión y tratando
de lograr que esa maldita rueda bajara. Finalmente bajó, y el alférez
aterrizó, se desató rápido, se quitó el casco, saltó al asfalto y se
alejó corriendo del enorme lago de combustible que se formaba a los pies
del A-4B.
Medalla al valor
Hubo fiesta hasta tarde y felicidad desenfrenada en San Julián. Como
Piano se consideraba vivo de milagro se tomó muchas copas y tuvieron que
acompañarlo hasta su habitación: se durmió con una sonrisa y se despertó
muy tarde. Era el 14 de junio de 1982 y sus compañeros le informaron que
la Argentina se había rendido.
Gracias a una licencia providencial, dos días después ya estaba en
Buenos Aires. La ciudad permanecía hundida en la ira y en la depresión.
Y también en la indiferencia. Cualquiera que se cruzaba con Piano se le
acercaba con precaución y al rato le pedía que contara todo lo que había
vivido. Pero Piano no tenía ganas de contar nada. Durante años soñó con
aquellas piruetas mortales, aquellos vuelos rasantes, aquellas muertes:
insomnio pertinaz y espectros atemorizantes que lo perseguían como Sea
Harriers impiadosos.
Le dieron la Medalla al Valor en Combate, y se mantuvo dentro de la
Fuerza Aérea haciendo una callada carrera con foja intachable y mucha
capacitación profesional. Hace dos años fue enviado como agregado
aeronáutico a Londres. Los ingleses lo recibieron como un gran guerrero.
En la misma tradición de Wellington y de Napoleón, los ejércitos
europeos aún practican el honor para sus antiguos y respetables
enemigos.
Las aspas atravesadas del Sea King que había derribado Piano en Monte
Kent están en el Museo de la Royal Navy, y el helicopterista que
conducía aquel día está vivo pero retirado. Piano consiguió su teléfono
y conversó afectuosamente con él. "Me alegra no haberlo matado", se
dijo.
Los veteranos ingleses que lucharon en el Atlántico Sur tienen un enorme
respeto por los aviadores argentinos. Y sienten nostalgias por aquellos
tiempos: "Fue la última guerra convencional -dicen-. Unos frente a los
otros por un territorio concreto. Hoy todo se hace a distancia, metidos
en terrenos sin fronteras definidas y por causas borrosas, con
terrorismos atomizados y combatientes religiosos eternos. Con esos
enemigos al final no podemos juntarnos a tomar una cerveza".
Aquel alférez, convertido en comodoro, fue invitado una tarde a entregar
un premio en la escuela de aviación de la RAF. Por la noche, los pilotos
de guerra recién recibidos y sus señores oficiales cenaban en un salón
majestuoso de mesas larguísimas. Piano ocupó un lugar privilegiado, y el
director de la escuela pidió silencio y habló del piloto argentino. Se
sabía su currículum bélico de memoria y en su discurso mostraba el
orgullo de tener esa noche a un hombre que había luchado de verdad
contra ellos.
El jueves pasado Guillermo Dellepiane asumió como director de la Escuela
de Guerra Aérea en Buenos Aires. Ocupa un despacho en el Edificio
Cóndor, donde murió su padre. Piano es ahora un cincuentón bajo y
gordito. Se le cayó el pelo, es sumamente cordial y tiene un pensamiento
moderno, y por supuesto en la calle nadie lo reconoce. Nadie sabe que
forma parte de la hermandad del honor, y que es un héroe imborrable de
una guerra maldita.
© LA NACION
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